A
primeros de Agosto, y tras el bando anunciador de que la caldera
estaba en marcha, comenzaba en la Serra la temporada de siega de
espliego. En otras poblaciones más frías, como Vistabella, ésta
comenzaba más tarde. Así, por espacio de un mes o mes y medio,
dependiendo de la bondad de la cosecha del año, se establecían dos
turnos de trabajo, en los que un par de hombres por caldera y turno,
cubrían las durísimas veinticuatro horas del día. Uno de los
turnos comenzaba a las 12 de la noche, y finalizaba a las 12 del
mediodía, hora en que empezaba el otro. Cada pareja despachaba tres
calderas por turno, contabilizándose por tanto hasta seis al día.
Destilería de espliego |
El
sistema de destilación era simple e ingenioso a la vez. En una gran
caldera de hierro, se echaban unos cuantos cubos de agua. Luego, se
colocaba una rejilla, también de hierro, con el fin de que separase
el agua que se había echado, del espliego que se iba a meter, y que
prácticamente era embutido entre la rejilla y la tapa que cerraba la
caldera. Con ésta llena hasta los bordes, se cubría con la tapadera
y , con la ayuda de barro y gruesas grapas de hierro, se sellaba
hasta quedar un recipiente hermético.
El
fuego que avivaba la caldera desde su base, alimentado con las matas
de espliego ya destilado, iniciaba el proceso. Poco a poco, las altas
temperaturas iban transformando el agua líquida, en vapor. Un vapor
que, al ascender, se enriquecía con la esencia del espliego y, por
la única válvula de escape de la caldera, una abertura en la parte
superior de la misma, comenzaba un recorrido por un auténtico
laberinto de tubos de hierro galvanizado que, sumergidos bajo las
frías aguas de la propia balsa del huerto, y precisamente por causa
de este cambio brusco de temperaturas, convertía de nuevo el vapor
en materia líquida, en este caso una especie de fluido aceitoso.
Caldera |
Finalmente,
la mezcla se derramaba sobre un extraño recipiente metálico que
obraba un último prodigio, puesto que, como por arte de magia,
separaba el agua, de la esencia. Esto ocurría por que el citado
recipiente estaba equipado con un tubo que, apostado en el fondo del
mismo, permitía al agua, más pesada que la esencia, liberarse de la
oscuridad y fluir por fin al exterior, vertiéndose sobre un cubo de
metal. Al
llenarse éste, los trabajadores devolvían el agua a la balsa, al
tiempo que colocaban una piedra sobre la pared.
Cuando
se contabilizaban siete de estas piedras sobre el muro, era la señal
inequívoca de que la caldera había derramado toda su esencia. Había
llegado el momento de evacuarla y comenzar de nuevo todo el proceso.
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